Y cómo iba a saber qué sentiría
al posar mi labios repletos de otros labios
sobre los tuyos casi vírgenes.
Cómo saber que la marea en mi estómago
era un claro síntoma de amor prematuro.
Tímida tu mirada, casi esquiva,
pude percibir el pequeño temblor
de tus mejillas calientes
y supliqué que algo o alguien me detuviera,
por protegerte, por no exponerme,
por el diminuto cartel de peligro
que el miedo al rechazo encendió
en el fondo de mi iris.
Bucee en tu boca buscando
dilucidar el misterio que me apretaba
cada segundo más a tu cuerpo,
me enredé en tus cabellos
rogando que el tiempo
no hiciera estragos una vez más.
Después la excusa fue desayunar
y esa mañana era demasiado fría
para sentarse a la mesa,
fue mejor escabullirnos
en tu cama, soltar las manos
y apretar las ganas de arropar
esa pequeña ilusión que nos nació.
Nadie más existió en el mundo
ese martes de junio,
las calles desiertas, las ventanas cerradas,
y el atrevimiento majestuoso
que aún hoy, después de tanto,
me sorprende.